Las últimas semanas el nombre de Ai Weiwei se ha convertido, muy a su pesar, en protagonista constante de la actualidad que nos llega de China. Ai encarna mejor que nadie en estos días la figura del intelectual chino dispuesto a desafiar los temibles engranajes de la maquinaria gubernamental en la República Popular. Diversos elementos hacen de él una figura carismática y de una dimensión más que notable: el pedigrí de pertenecer a una familia de intelectuales, la vocación internacional de su obra, su implicación inicial como arquitecto y su posterior desmarque del proyecto olímpico, sus denuncias de negligencia y corrupción del sistema administrativo chino o su reciente persecución y arresto.
Ai Weiwei es al mismo tiempo heredero de una larga tradición de intelectuales y artistas comprometidos cuando en períodos de represión política los valores en los que creen se ven amenazados. Tradición en la que sobresale el poeta y pintor Zhu Da (1626-1705). Cuando contaba con 18 años, en 1644, presenció el final de la dinastía Ming y la llegada de una nueva estirpe imperial, de origen manchú, la de los Qing. Zhu se opuso desde el primer momento a la ocupación manchú de China -estaba de hecho emparentado con la anterior familia imperial Ming- y jamás aceptó las imposiciones formales que los manchús exigieron a todos los súbditos de su imperio: para evitar lucir la coleta que todos los hombres chinos debían dejarse como muestra de su sumisión a la nueva dinastía, Zhu Da decidió raparse el cráneo y ordenarse monje, opción que siguieron otros intelectuales de su tiempo, sabedores sin duda de la protección que les ofrecían los monasterios.
Hasta el final de su vida, Zhu Da mantuvo una mirada inconformista ante una sociedad que consideraba en crisis y sometida, e izo de su propia existencia una forma de denuncia. Durante un período de su retiro monacal decidió dejar de hablar, emitiendo apenas gruñidos para comunicarse. Años después, abandonado el monasterio, se convirtió en un pintor y poeta itinerante, sin llegar a participar jamás en los exámenes imperiales, vía oficial de asimilación de los intelectuales chinos al sistema administrativo.
Pero el mejor testimonio del posicionamiento vital de Zhu Da es su obra, que firmó con diferentes pseudónimos, el más conocido de los cuales es Bada Shanren, “El Montaraz de las Ocho Grandezas”. Su obra es habitualmente calificada de iconoclasta, individualista y excéntrica, una descripción que no es ajena a algunas de las creaciones del propio Ai Weiwei. Los irregulares trazos de Zhu Da, cargados de una expresividad única, hacen gala de una energía y una espontaneidad desafiantes. Y sus composiciones, siempre basadas en la naturaleza, subrayan la soledad de un individuo incomprendido y desarropado incapaz de encajar en la sociedad a la que pertenece: la figura solitaria de una calabaza frente a la luna, la de un pez nadando en el vacío o la de un pájaro sobre una roca desnuda son alegorías evidentes de la alienación que se vio obligado a asumir como intelectual poco dispuesto a aceptar las reglas que la deriva política de su tiempo había definido.