Japón ensombrecido: Cinematografía espectral

Continuem amb la tercera de les cinc entrades que ens regalen diversos autors convidats del col·lectiu CineAsia. Com sempre, és un plaer per a nosaltres comptar amb la seva col·laboració. Esperem que en gaudiu de nou!

Japón ensombrecido: Cinematografía espectral

Autor: Eduard Terrades Vicens (CineAsia)

Podemos afirmar con rotundidad que las nuevas generaciones de espectadores occidentales han crecido con el cine de terror asiático, y más concretamente con el de procedencia nipona. Desde principios del nuevo milenio, un centenar de productos clónicos han invadido las carteleras mundiales de forma tendenciosa. Han pasado trece años desde que Sadako, la vengativa alma en pena de Ringu, asustara a medio globo terráqueo con su larga melena morena, siendo el detonante de toda la estética posterior en este tipo de cintas de terror, en las que el rencor post mortem hace que los muertos regresen al mundo terrenal para martirizar a los vivos. Pero si somos consecuentes y respetuosos con la memoria historiográfica de la cinematografía nipona, descubriremos que los planteamientos, maniqueísmos y, en definitiva, la escenificación de los mecanismos del horror que Hideo Nakata puso en circulación con su vanagloriada película de culto, son más viejos que el teatro kabuki. ¿De dónde procede pues toda esa imaginación que se ve en esas películas con trasfondo fantástico y terrorífico? ¿De dónde proceden esas criaturas que a veces producen más risa que congoja? Un repaso por la memoria histórica del folklore fantástico, religioso y mitológico, servirá para asimilar ese cine fantástico y de terror japonés desde una visión regionalista y cultural, permitiendo identificar con precisión esos elementos coyunturales que los apartan de otras cinematografías.

El espectador autóctono disfruta asustándose en el cine, del mismo modo que le encanta leer literatura que le ponga los pelos de punta o manga escabroso (como las desagradables pero fascinantes obras de Suehiro Maruo o Junji Ito). Pero repetir la misma fórmula, una y otra vez, reincidir en los mismos esquemas, como en los últimos años hemos podido comprobar en la inconexa saga Ju-On (La Maldición o The Grudge según se prefiera) tejida maestramente por Takashi Shimizu, es diametralmente opuesto a la concepción estética occidental. Siempre tendimos a decir que segundas partes nunca fueron buenas, pero en el caso nipón esta máxima no se puede aplicar cuando asistimos a dramas fílmicos que se prolongan hasta la muerte de sus protagonistas (1) o viendo cómo el clásico cuento de terror Tokaido Yotsuya Kaidan, protagonizado por el deformado espectro de la sufridora Oiwa, ha sido adaptado más de treinta veces en pantalla grande (hasta Hideo Nakata hizo una versión muy clasicista y algo fallida), sin contar las versiones en teatro kabuki (para que se hagan una idea, la primera data de 1825 y se representaron los cinco actos de los que consta la obra en dos días). De hecho, tiene mucho sentido su representación escénica teatral, pues la resucitada Oiwa se considera un onryô, un fantasma que precisamente se dio a conocer en el período Edo (1603-1868) con el kabuki, y que normalmente suele ser una mujer asesinada por su esposo o su amante, regresando de entre los muertos para clamar venganza. Suelen vestir kimono blanco y tener la cara deformada y el pelo largo que les cubre el rostro. Y no por casualidad, muchos fantasmas que aparecen en los filmes más recientes se esconden debajo de los matorrales de su cabellera negra, y se pueden considerar de tal especie, como las temibles Sadako y Kayako de las respectivas y mencionadas sagas Ringu o Ju-On. Por lo tanto el tiempo no ha pasado en balde, y por eso insistía en que estos seres cargados de maldad son anteriores al surgimiento del teatro de raíces “kabukinianas” (2). Hay un tipo de venganza practicado por estas mujeres rencorosas que vuelven a la vida que se trata del furisode: maldicen su kimono antes de fallecer, y toda persona que use su prenda de vestir sufre el ataque del espectro hasta morirse; su variante sería la maldición de un espacio o de un hogar por parte de esa alma condenada al rencor (una reminiscencia más que se extiende a la saga de La Maldición).

La proliferación de relatos y leyendas, así como una exasperada manifestación de las bases del Shintoismo y del Budismo, ha profesado la aparición de toda una serie de entes surgidos de entre las sombras que se traducen en personajes sobrenaturales y manifestaciones del mundo onírico e invisible que se apoderan de las almas de los vivos como alimento a su desesperación. Todos ellos han hecho sus pinitos en el cine, ya que la gran mayoría de japoneses creen en ellos, adorándolos y temiéndolos a partes iguales.

Ya lo expresaba el novelista Junichiro Tanizaki en su manuscrito Elogio a la Sombra, en el que defendía a capa y espada la oscuridad como esencia innata de la estética tradicional japonesa, y cómo ésta se manifestaba a través de las sombras. Sombras que se manifiestan en forma de ectoplasma hasta convertirse en fantasmas muy reales como los yûrei, esas almas en pena que rondan por el mundo terrenal en busca de su merecido reposo. Hideo Nakata les rindió homenaje directo haciendo un juego de palabras en la película Joyû-rei (1996), que se pierde en la traducción Occidental (Ghost Actress). Hay una especie en concreto llamada funayûrei que en alguna ocasión ha aparecido en el celuloide (por ejemplo en Dream Cruise, el episodio irregular que realizó Norio Tsuruta para Masters of Horror). Estos espíritus de personas que se han ahogado en el mar se ceban en alguna embarcación para sufragar sus penas. También son muy conocidos los agresivos oni, una mezcla entre demonio y ogro procedentes del jigoku, es decir, del infierno budista. Precisamente, el averno de los budistas (constituido por ocho dimensiones diferentes) ha sido la fuente de inspiración para que los maestros del horror Nobuo Nakagawa y Teruo Ishii lo recreasen en un par de películas que no escatiman en sadismo y gore.

Los entrañables yôkai, que son seres extraños de apariencia monstruosa provenientes de los bosques y de las regiones montañosas (aunque también podrían referirse a los espíritus malévolos), merecen un apartado aparte. Suelen despertarse alrededor de las dos y media de la mañana, una hora fatídica conocida antiguamente como “la hora del buey” o ushimitsu / 牛三つ (estos tres caracteres suelen relacionarse con los yôkai y la aparición de fantasmas), ya que antiguamente no existían las horas occidentales como tales. De ahí salen por ejemplo personajes graciosos como el kasa-bake, el paraguas con lengua y pie; el kappa, que es una especie de anfibio con pico de pato, manos de rana y un caparazón en la cabeza que alberga agua dulce, y que en algunas producciones, como la desaparecida Kappa Daigassen ha sido presentado como un vampiro que devora a los niños, mientras que en la exquisita El Verano de Coo (Keiichi Hara, 2007) ha sido nombrado como embajador del mundo infantil; o al popular Kitaro, personaje surgido de la pluma de Shigeru Mizuki, todo un antropólogo del mundo yôkai que, a través de este niño tuerto salido de la tumba y de su fiel ojo parlanchín, le permite explicar el maravilloso mundo de los duendes japoneses a través de una mirada simpática (hace cuatro años fue adaptado en dos blockbusters de fuerte acogida mediática).

La trilogía fílmica clásica dedicada a estas monstruosas criaturas fue producida por el estudio Daiei, dando plena confianza a Yoshiyuki Kuroda y Kimiyoshi Yasuda para que reflejaran el espíritu de estos trasgos siguiendo la estela impertérrita del maestro pictórico Sekien Toriyama (3). Takashi Miike hizo un aplaudido remake con La Gran Guerra Yokai (2005), pervirtiendo la esencia de los pobres monstruos al transformarlos en engendros mecánicos. En esencia, el testimonio que recogen estas cuatro películas va más allá de la pura recreación del hipotético duende  japonés, pues todas ellas han extraído sus criaturas de los “hyakkiyagyô emaki”, es decir, unos rollos plegables muy popularizados a finales de la era Muromachi (1333-1573) en los que se ilustraban la legendaria marcha nocturna de yôkai. Los documentos de la época certifican, con más imaginación que no autenticidad, que la procesión más frecuentada de estas criaturas se podía vislumbrar en las inmediaciones de la actual ciudad de Kyôto. Esta imagen queda plasmada al final de cada filme de la saga original.

Hay una figura deslumbrante que se define como una mezcla entre un yûrei i un yôkai y que se vislumbra en plena tormenta invernal: yuki-onna, la mujer de las nieves que seduce a los viajeros perdidos por las frondosas tempestades. Resalta por encima de otros personajes porque ha contado con algunas producciones propias que por su tradición clásica las convierten en refinados productos esteticistas de pronunciada solemnidad zen. Puede que la que mejor recrea el relato original sea Kaidan Yukijorô (Tokuzô Tanaka, 1968), pero la más conocida por el público occidental es el segundo segmento que aparece en El Más Allá, sin menospreciar el esfuerzo que hizo Akira Kurosawa para integrarla en uno de los episodios de su filme coral Los Sueños (1990).

No debemos olvidar tampoco a los henge, que son animales que pueden transformarse en personas para engañar o hacer trampas, como los tanuki (unos tejones japoneses cuya particularidad son sus enormes testículos), protagonistas absolutos en la teatral Tanuki Goten (Keigo Kimura, 1939), en la adulta Pompoko (Isao Takahata, 1994) del Studio Ghibli o en el exquisito musical Princess Racoon (Seijun Suzuki, 2005); y los kitsune, que son los típicos zorros japoneses que engatusan a los peregrinos y viajeros con sus poderes, y cuyas travesuras se pueden presenciar mejor en el anime.

Siguiendo con el Shintoismo tenemos a los tengu, unos demonios estrategas de apariencia roja y de larga nariz con facultades sorprendentes por las artes marciales y la esgrima que habitan en los árboles. Dicen los entendidos que son descendientes de Susanô, el dios de la tormenta y la guerra. Son seres de cierta ambigüedad, ya que pueden tender la mano a un humano, o engañarlo hasta que pierda los nervios. La parte malévola del tengu es la que aprovechó Ryuhei Kitamura para homenajearlos de forma simbólica en Aragami (2003), donde uno de estos poderosos seres recitaba un sermón a un pobre peregrino hasta que ambos desenfundaban la espada en un combate final sin precedentes. Más invisibles resultan ser los inugami, unas criaturas inmateriales que son consideradas como deidades perrunas y que suelen bendecir y proteger a sus amos. Son muy celosos y no permiten que sus propietarios se emparejen. Eso sí, a cambio les traen buena fortuna en el hogar. En ocasiones, algún familiar afín a los intereses del dueño se pone a las órdenes del inugami como sirviente (shirachigo), haciendo de intermediario entre el mundo terrenal y el espiritual. Algunos de estos aspectos del mundo oculto de estas deidades posesivas se encuentran resumidas en Inugami (Masato Harada, 2001), un interesante filme que aprovecha la rivalidad existente entre dos clanes familiares en el seno de una comunidad rural para adentrarse de forma meditativa en la creencia de que estos seres caninos pueden llegar a poseer a su señor y causar infortunios en la sociedad.

Y si antes hemos hecho mención a los onryô, como contrapartida, los budistas tienen a los jikininki: fantasmas antropófagos que en vida eran personas codiciosas y que una vez muertos deambulan por cementerios o altares familiares robando la comida de los seres queridos o  profanando las tumbas y comiendo los restos de carne humana. Hay algunos autores de manga que se inspiran de estos necrófilos surgidos de la tradición budista. Probablemente los dos que más fascinación causan por su tremendismo gore sean: Suehiro Maruo, cuya adaptación de su polémica obra Midori (basada en los freaks que aparecen en la película de Tod Browning) pone los pelos de punta por su morbosidad; o el apacible pero sanguinario Hideshi Hino, reconvertido en cineasta polémico al intervenir en un par de capítulos de la franquicia Guinea Pig, investigada policialmente al ser confundidos sus episodios por auténticas snuff movies.

Distanciándonos relativamente de esos seres fantásticos, deberíamos profundizar en un concepto básico que en parte sirve para aglutinarlos a todos ellos: los obake o bakemono. El término puede resultar algo complejo si se analiza desde todos los ángulos posibles, pero sería el equivalente japonés a los fenómenos sobrenaturales. Si lo especificamos podríamos decir que el obake no deja de ser una transformación o posesión de algo inanimado o natural (como el famoso paraguas), y el bakemono la monstruosidad en sí misma catalogada como “cosa extraña”. Hay muchos obake que se relacionan con el fuego, como la llama, ya que es un elemento que puede ser mortífero. Muchos se vinculan con la estación veraniega; no por casualidad es la época del o-bon / お盆 (con la partícula お como prefijo honorífico), una festividad en la que se realizan varios ritos budistas para dar bienvenida a los difuntos que regresan a sus hogares natales para estar con sus familiares. Décadas atrás se aprovechaba precisamente entre el quince de Julio y el quince de Agosto para dar salida comercial a las kaidan-eiga, esas películas de fantasmas que se presentaban en programa doble, y que se popularizaron en Occidente gracias a la citada El Más Allá (Kwaidan, 1964) de Masaki Kobayashi, que a pesar de ser la única producción de este cineasta humanista dedicada al género, al recoger de forma oficiosa cuatro viejos relatos de terror y transmitirlos con una solemnidad excepcional, se ha convertido en la producción más solicitada por la crítica especializada.

La edad de oro de este subgénero autóctono del cine fantástico japonés, que ensalza con la tradición clásica de las kaidan (los viejos cuentos de fantasmas de tradición oral), fueron los años 60, con un director que sobresalía por encima de los otros, y que no fue otro que Nobuo Nakagawa. Aunque desde la década de los 30 ya se hacían aproximaciones a viejas supercherías relacionadas con los kaibyo (felinos fantasmas que a veces adoptaban la apariencia de una vieja), y en este aspecto Shigeru Mokudo asustó al público de la época con Saga Kaibyoden (1937). En la misma estela encontramos a los bake-neko o neko-mata (según el tamaño de su cola), que son gatos negros que adoptan una apariencia monstruosa al lamer la sangre de su ama muerta. Existe una bellísima película de culto dedicada a este ser: Kuro-neko (1968), en la que Kaneto Shindo supo aprovechar el blanco y negro para dar una mayor profundidad espiritual al gato fantasma. También puede verse luchando en Sakuya Yôkaiden (Tomoo Haraguchi, 2000), pero toda la magia del personaje queda reducida a un enfrentamiento marcial.

Probablemente la película que cerró este primer ciclo fue El Imperio de la Pasión (1978), que recoge el testimonio de una fábula narrada por Itoko Nakamura y que fue novelizada a finales del siglo XIX. Rodada por Nagisa Oshima, después de su escandalosa El Imperio de los Sentidos, cuenta la historia de amor prohibido entre la esposa de un tirador de rickshaw y un joven que ha terminado el servicio militar. Ambos asesinan al marido y lo arrojan a un pozo abandonado, pero al cabo de tres años el espectro del difunto regresa para obligarlos a confesar el crimen. A pesar de que la primera parte del metraje es más erótica que fantasmagórica, toda la herencia del kaidan eiga es asimilada sin problemas por Oshima en la segunda hora. La imagen más impactante es cuando el fantasma invita a su ex mujer a dar una vuelta en su carrito, toda una odisea de terror en la que el realizador consigue captar el miedo facial, no sólo de la mujer, sino la del propio espectador. Otra secuencia a rememorar es la del clímax final: la imagen del espectro desde arriba echando hojas secas por encima de los dos amantes que han caído en la poza recuerdan a un amargo poema de tintes macabros.

Precisamente tuvieron que pasar veinte años para que los viejos cuentos de fantasmas volvieran a ponerse de moda a través de una relectura y modernización temática. Y fue gracias a Ringu. Hideo Nakata cogió algunos rasgos narrativos y parte del argumento de la novela original escrita por Koji Suzuki, y dio vida al personaje más terrorífico que se ha visto en una pantalla en mucho tiempo: Sadako, una mujer con un pasado oscuro, que mata a consciencia, y que se esconde detrás de unas imágenes borrosas grabadas en un viejo VHS. Ringu fue estrenada en programa doble con una secuela no oficial: Rasen (1997) de Joji Ida, donde se intenta encontrar una explicación científica a las imágenes malditas. Conjuntamente, ambas producciones recaudan en Japón unos ocho millones de dólares aproximadamente, y su trascendencia nacional equivale al efecto que provocó Tiburón de Steven Spielverg cuando se estrenó en Estados Unidos un lejano verano de 1975. La fiebre por lo sobrenatural se había instalado. La paranoia por toparse con un fantasma se extendió por todo el país. Pero el fenómeno no surgió de la noche a la mañana. El resto ya forma parte de la historia contemporánea: una secuela y precuela nipona, dos remakes norteamericanos, una copia pirata surcoreana y muchos largometrajes derivados.

Uno de los motivos de interés de Ringu es que recuperaba las historias sobre pozas encantadas, inspirándose lejanamente en dos leyendas recopiladas en viejos libros de ukiyo-e. Por un lado Kasane (basada en un relato de un viejo monje budista), en la que una mujer nacida con una cicatriz que le deforma el rostro, por herencia de su padre, es ahogada por éste en un pozo, reviviendo como espectro (4). La segunda leyenda popular es Sarayashiki, donde su protagonista, Okiku, fue asesinada por el samurai Harima Aoyama al romper su plato favorito. Okiku fue condenada a vivir toda su eternidad en el pozo al que fue arrojada, y sus lamentos aún pueden oírse en el pozo de la ciudad de Himeji mientras sigue contando platos; lamentos que, en el caso de Sadako, se transmiten a través del video analógico.

La trascendencia de la saga Ringu fue más allá de la simple recapitulación de las películas de fantasmas, ya que además de trasladar las historias de espíritus de las zonas rurales al contexto urbano, forjó un nuevo cine de terror basado en las leyes del minimalismo escénico, y en donde, en ocasiones, se mezcla la tecnología de última generación con los ambientes urbanos más oscuros, provocando nuevas experiencias terroríficas dentro de las laberínticas ciudades niponas.

Obviamente, no es oro todo lo que reluce, y la gran mayoría de películas no sobrepasan la media del aprobado. Tal vez, una de las mejores herencias fue precisamente otra versión fílmica de una novela de Suzuki: Dark Water (2002), película que no por casualidad caería en las manos del mismo Nakata y que explora la maldad desde varios puntos de vista, siempre a través del acecho de un fantasma vengativo que no dejaba en paz a una pobre madre divorciada y a su hija, después de que iniciasen una nueva vida en un húmedo y lúgubre apartamento en ruinas. Honogurai Mizu no Soko Kara, así de armónico se escribe su título original, es una película reveladora, referencial dentro del género, nunca superada, ni estilística ni narrativamente, y nos permite hablar de un concepto existente en el folklore popular y visible en muchas películas de terror contemporáneas: la manifestación del mal a través del agua. La escenificación del agua como algo diabólico no es gratuito, pues en el Shintoismo, la cascada es presentada como una especie de alegoría, mientras que el agua estancada y sucia (pozas, la bañera y depósito en Dark Water…) viene a representar las puertas de otra dimensión por donde se cuelan seres sobrenaturales. Este elemento natural que indisolublemente se relaciona con el mundo de los muertos también se aprecia en Mizuchi (Kiyoshi Yamamoto, 2006), donde se aboga más por el misterio que el terror, retomando la figura de la periodista intrépida (igual que en Ringu) que decide desentrañar unas misteriosas muertes causadas por ahogamiento en lugares donde aparentemente no hay agua. Sin revelar ningún secreto del filme, cabe decir que esta producción secundaria nos permite introducir un personaje muy agresivo de homónimo nombre que la película: las mizuchi, que son entidades muy parecidas a las serpientes y que se manifiestan a través de la figura femenina, matando a través de su halitosis envenenada.

Dentro de esta nueva dinámica por lo sobrenatural merece un apartado Kiyoshi Kurosawa, un filosófico cineasta que ha dotado de cierta racionalidad a las viejas historias de fantasmas, convirtiéndolas en experiencias reales en las que los muertos interactúan con los vivos como lágrimas caídas del cielo. Sus propuestas metafísicas con regusto hi-tech reflejan algunos problemas existenciales que padece la sociedad moderna japonesa, como la soledad, los suicidios o ciertas utopías, configurando un lenguaje visual que mezcla el realismo naturalista con la poesía sintética del mundo de los yûrei. Su tetralogía no oficial sobre el tema está compuesta por la injustamente menospreciada Charisma (1999), la ascética Seance (2000), la apocalíptica Kairo (2001) y la críptica Retribution (2006).

Pero hay más producciones que querían inculcar a las nuevas generaciones la esencia de las viejas kaidan-eiga: como la clásica Otsuyu Kaidan Botan Dôrô (1997), basada en un relato de origen chino de comienzos del siglo XVII y que dio a conocer Lafcadio Hearn en su obra En el Japón Fantasmal; la episódica y reivindicable Tales of the Unusual (2000); y por encima de las todas, Shikoku (1998), un filme de poética evocadora que sirve para adentrarse en los misterios de esta isla (la cuarta más grande de Japón), famosa por el peregrinaje a los 88 monasterios budistas.

Que la industria del ocio japonesa actual ha convertido las tradiciones fantásticas en su bandera es evidente, y si ésta se ondula en largometrajes de consumo masivo también. Así pues no debería sorprender que esos seres y entes terroríficos hayan convivido con el pueblo nipón hasta nuestros días, divirtiéndoles y asustándoles, como si formasen parte de una vieja caseta de terror de un parque de atracciones.

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NOTAS

(1) Hablamos obviamente del empalagoso Tora-San y su actor Kiyoshi Atsumi, del que se rodaron 48 filmes hasta que el actor feneció en 1996.

(2) Este popular estilo teatral, en el que sus actores van maquillados, surgió en el siglo XVI. Concretamente en 1603, cuando una miko (una sirvienta de un templo shintô) del santuario de Izumo empezó a practicar unas danzas misteriosas cerca de la ribera del río de Kyoto. Causó tanta impresión que su innovador estilo empezó a arraigar por su provocativa puesta en escena, lo que provocó que el shogunato Tokugawa se escandalizara. En 1929 se prohibió que las mujeres pisaran un escenario para desarrollar una pieza teatral, lo que provocó que los papeles femeninos fueran interpretados por hombres.

(3) A él se deben las representaciones más famosas de los yôkai, que datan del año 1780.

(4) Este relato intenta plantear la continuidad del karma, y cabe decir que las versiones cinematográficas se apoyan de un escrito revisado por Encho Sanyutei, especializado en ninjo banashi, es decir, los relatos de compasión (un tipo de historia que puede aplicarse al personaje de Sadako).