“El historiador es un profeta que mira hacia atrás” (F. Schlegel, Fr. 80, Athenäum, 1798).
Para Europa, el siglo XIX representa el periodo de consumación de la filosofía de la historia y del discurso filosófico enraizado en la herencia ilustrada y en el sistema hegeliano. Conocido es que F. W. HEGEL (1770-1831) mencionó explícitamente los sistemas filosóficos y políticos chinos e indios en su filosofía de la historia y se sirvió de ellos convenientemente para describir la historia y sus diferentes desarrollos bajo la lógica de la identidad. La existencia de agentes históricos con tránsitos particulares y diferenciados, como en el caso de China e India, no hacía más que corroborar el engranaje y el funcionamiento interior del sistema de la historia del espíritu europeo.
La pluralidad y la diferencia, en este caso, la falta de conciencia de la idea de libertad hegeliana en China e India, eran contraejemplos necesarios para facilitar la comprensión del camino histórico centralista de Europa:
Para los chinos, sus reglas morales son como leyes naturales, mandamientos externos positivos, derechos y deberes impuestos o reglas de cortesía frente a otros; falta la libertad, mediante la que las determinaciones substanciales de la razón se convierten en convicción ética; (…) [HEGEL, G.W.F., Introducciones a la Filosofía de la Historia Universal; Madrid: Istmo, 2005, p. 145].
El trayecto y el proyecto progresivo de la historia universal hegeliana, en el que la idea de libertad se había desarrollado desde sus albores hasta llegar al esplendor del sistema político de la constitución monárquica germánica, necesitaba de la alteridad, de las figuras históricas otras, para conformar el paso de la contradicción a la resolución teleológica. El planteamiento que Hegel hace de la historia y el sistema dialéctico omnicomprensivo y fuertemente teológico, requería que la conciencia cristiana, responsable de afirmar que el hombre es libre en tanto que hombre, excluyera al otro, a los chinos, a los indios, para reafirmarse a sí misma.
En la lectura hegeliana de la historia, los “alter” se habían mostrado incapaces e incapacitados para la autoconciencia y el reconocimiento del espíritu y del hombre, en tanto que espíritu, como libre. Es necesario señalar la consumación de la filosofía del siglo XIX y el papel necesario de la alteridad de otras culturas en su engranaje, pero sin ánimo de enumerar y discutir en este breve espacio los límites y los vicios de la filosofía de la historia y de la historia de la filosofía de Hegel. De hecho podría hacerse lo contrario: Hegel mismo puede ser tomado como un ejemplo de amplitud de miras académica. Sabemos que él, a diferencia de algunas de las mentes intelectuales púrpuras en la tela gris de la academia filosófica actual, sí fue capaz de incluir el estudio de expresiones filosóficas “otras” a la meramente occidental. Desde el año 1825 hasta 1831, año de su muerte, aunque fuera de un modo netamente parcial y fragmentario, Hegel incluyó en sus lecciones universitarias sobre la historia de la filosofía a Confucio, Lao Tzu, el I Ching y analizó los fundamentos de la organización política china [KIM, Young Kun, “Hegel’s Criticism of Chinese Philosophy”, Philosophy East and West, Vol. 28, No. 2, Sinological Torque, 1978, p. 173]
Si en Hegel la historia de las civilizaciones china e india es utilizada para reafirmar la primacía del espíritu europeo, sabemos que, simultánea y posteriormente, también otros autores como Arthur SCHOPENHAUER (1788-1860) o Friedrich W. NIETZSCHE (1844-1900), por citar solamente a dos muy conocidos ejemplos, emplearon en ocasiones estructuras y términos procedentes del lejano Oriente. Especialmente tomaron como referente la compleja tradición budista y con ella trataron de subvertir las bases decadentes de la cultura alemana y, por extensión, de los fundamentos del sistema burgués occidental. Es bien sabido y magistralmente lo expone Gregory MOORE en un breve artículo, que la utilización orientalista, caleidoscópica e irregular del imaginado y deseado “Oriente” tuvo una consecuencia clara: el péndulo se tumbó de las proposiciones fundadas en la nostalgia de una Arcadia perdida donde reinaba la grandeza espiritual mantenidas en Oriente a unos hechos históricos, los de la primera mitad del siglo XX, que utilizaron esos mismos argumentos para rellenar las balas de los prejuicios y la metralla de la belicosidad del antisemitismo:
The hopes and fears invested in the Orient were focused in particular on the issue of religion; the acutely felt desire for the rebirth of religious sentiment in the nineteenth century led many to demand either a return to the purity and primordiality of Eastern faiths or the purging of ‘Oriental’ features from Western spirituality. (…) where existing accounts of German orientalism have highlighted eighteenth-century “chinoiserie” or the Romantic affinity with Indian philosophy and literature, (…) German orientalism converged with anti-Semitism and the discourse of German national identity; the language, concepts and prejudices of orientalism were not only deployed against the “traditional” Oriental lands in the Middle and Far East, but also used to portray Russians and Jews as Oriental peoples [MOORE, Gregory, “From Buddhism to Bolshevism: Some Orientalist themes in German Thought”, German Life and Letters, Vol. 56, 1, January 2003, p. 20].
Una parte importante de la historia de las ideas y de nuestro concepto de modernidad, aferrada aún hoy al marco del siglo XIX europeo, no puede entenderse sin tener en cuenta las adaptaciones y transformaciones de conceptos procedentes de Asia Oriental o de raíz hindú. La preponderancia de China e India es evidente. La presencia de Japón en la búsqueda de las bases para la identidad y la legitimidad cultural europea es claramente inferior.
Esta menor presencia de la cultura japonesa se debe, fundamentalmente, a la política de aislamiento nacional (sakoku) que configura el siglo XIX japonés. Durante los más de dos siglos que conforman la época Tokugawa (también llamada Edo) (1603-1867), Japón cerró sus puertas a los países occidentales, a excepción hecha de los limitados contactos comerciales y culturales con Holanda desde la década de 1630. Acertadamente, el filósofo KARATANI Kojin advierte de la común confusión entre el discurso de la modernidad europeo y su genealogía durante el siglo XIX y su aplicación acrítica a un país como Japón que había vivido en un siglo XIX bien distinto:
The Japanese nineteenth century belongs unequivocally to the age of Edo (1600-1867). (…) I wish to Bracket the narrative/history which universalizes the West’s nineteenth century. It is in this sense, and this sense only, that the Japanese nineteenth century differs fundamentally from the nineteenth century of the West: it can in no way be characterized as “premodern”. If twentieth-century Japanese generally feel an aversion to this era, it is not that they reject the feudal regime ofEdoin toto: on the contrary, they have always appreciated the philosophy and literature of the eighteenth century. But in the nineteenth century, “man” –or rather, “meaning”-is absent fromJapan. This absence is not linked to any premodern character of the period, but is rather the culminating point of a maturation process. If the West can be said to remain dependent on its nineteenth century, it may also be supposed –from the very fact that they do not truly experience a nineteenth century –that the Japanese should be relatively free of all restraints with regard to nineteenth-century ideas and sensibilities. [KARATANI, Kojin, “One Spirit, Two Nineteenth Centuries”, en MIYOSHI, Masao, HAROOTUNIAN, Harry D. (Eds.), Postmodernism andJapan;Durham: Duke University Press, 1989, p. 259].
Cuando explicamos la historia, debemos ser cuidadosos con la metodología de la narración de la historia porque es científica pero también simbólica. Así se ve, por ejemplo, si aplicamos metodológicamente la narrativa de la historia intelectual del siglo XIX europeo a Japón reconocemos un discurso como preponderante, el europeo y, por consiguiente, analizamos el desarrollo intelectual en Japón con los ojos acostumbrados a nuestros parámetros. Si lo hacemos así, Japón en el siglo XIX no sería nada más que un país en su estadio premoderno y, por tanto, menos avanzado (inferior) en comparación a los países europeos del momento.
Repensando nuestra costumbre general de, como mucho, reconocer hitos históricos ajenos solamente si nos atañen, se hace necesaria una factible reconsideración de la historia intelectual de Asia Oriental y también de Latinoamérica y África.
O corremos el riesgo de ejercer de profetas al revés que solamente conjeturan y predicen el advenimiento aislado de sí mismos.
Montserrat Crespín Perales
Imagen: Max Klinger (1857-1920). Philosopher, plate three from One Death, Part II, c. 1889. En línea: URL: http://www.artic.edu/aic/collections/artwork/153976