
Aquel año, una delegación española negoció un tratado con el imperio Qing que entonces dominaba los territorios chinos. Tras duras negociaciones, parecía que había un escollo final difícil de superar. El jefe de la legación, catalán, y apellidado Mas, para más inri, exigía que el tratado permitiese la apertura inmediata de una sede española en Pekín, cerca del palacio del emperador. Sin embargo, los negociadores manchús se negaban a aceptar sin condiciones esa exigencia y querían incluir una cláusula, ya empleada anteriormente con otro país europeo, que estableciera un periodo de algunos años durante el cual no se pudiera establecer la sede de España en la capital. Sinibaldo de Mas finalmente consiguió vencer las reticencias de las autoridades Qing mediante una argucia. Aceptó la cláusula que posponía algunos años la apertura de la legación española en Pekín, pero al mismo tiempo convenció a los negociadores Qing para que esa cláusula fuese secreta y no fuese nunca publicada como parte del tratado. De este modo, el tratado tal como apareció publicado indicaba que España podía fijar su legación en la capital manchú, sin aplazamientos ni restricciones. Lo cual era un logro público para España, ya que hasta entonces solo tres grandes potencias como la Gran Bretaña, Rusia y Francia habían alcanzado ese privilegio.
Evidentemente, el contexto de lo escenificado en el Parlament fue completamente distinto, y el tipo de texto firmado -uno de carácter político ayer y otro de carácter jurídico hace 150 años- también. Pero ambos hechos tienen en común una manera particular de acercarse a la letra como elemento clave. Incluso en la era de las redes sociales y los medios digitales, en que la imagen ha tomado todo el protagonismo, el texto escrito sigue teniendo un peso innegable. En el siglo XXI, como en el XIX, sigue existiendo el convencimiento de que la letra fija, solidifica y sirve como instrumento para legar el pasado al futuro.
David Martínez-Robles